La experiencia alemana que cambió la vida de Putin
Para comprender a Vladimir Putin hay que conocer una historia acaecida en Alemania Oriental en una dramática noche de hace ya un cuarto de siglo.
Corría el 5 de diciembre de 1989 y a pocos días de la caída del muro de Berlín el comunismo alemán agonizaba y la población enardecida parecía estar dotada de una fuerza irresistible
En la ciudad de Dresde una muchedumbre asaltó el cuartel de la Stasi, la temida policía secreta y luego un pequeño grupo de manifestantes se dirigió a los cuarteles del servicio secreto soviético: la KGB.
“El guardia que estaba en la puerta inmediatamente se retiró hasta la casa”, recuerda uno de los miembros del grupo, Siegfried Dannath.
Pero, poco después, “apareció un oficial, bastante pequeño, agitado”, cuenta.
“Nos dijo: ‘No intenten entrar a la fuerza. Mis camaradas están armados y tienen autorización para usar sus armas en caso de emergencia’”, recuerda Dannath.
Y eso bastó para que el grupo se retirara.
El oficial de la KGB, sin embargo, sabía que el peligro no había pasado.
Y más tarde contaría que llamó al cuartel general de una unidad de tanques del Ejército Rojo destacada en la zona para pedir protección.
“Moscú está callado”
La respuesta que recibió le produjo un choque devastador que le cambió la vida.
“No podemos hacer nada sin órdenes de Moscú”, dijo una voz al otro lado de la línea.
“Y Moscú está callado”.
Desde entonces la frase “Moscú está callado” ha perseguido a ese hombre, desafiante pero impotente en 1989 y ahora convertido en “Moscú”: el presidente de Rusia, Vladimir Putin.
“Creo que se trata de un hecho clave para entender a Putin”, dice su biógrafo alemán, Boris Reitschuster.
“Sin el tiempo que pasó en Alemania del Este tendríamos otro Putin y otra Rusia”, afirma.
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Lecciones importantes
Efectivamente, la experiencia le enseñó a Putin lecciones que no ha olvidado, le dio ideas para su modelo de sociedad y fortaleció sus ambiciones de riqueza personal y una poderosa red de contactos.
Y, sobre todo, le generó una gran ansiedad por la fragilidad de las élites políticas y la facilidad con las que el pueblo puede derrocarlas.
Putin había llegado a Dresde a mediados de la década de 1980 para su primer puesto en el extranjero como agente de la KGB.
La República Democrática Alemana (RDA), un estado comunista ubicado en la zona de influencia soviética luego de la derrota de la Alemania nazi, era muy importante para Moscú y estaba llena de espías y militares.
Y desde su juventud Putin siempre había querido ser parte de la KGB, inspirado por historias heroicas en las que, como recordaría luego, “el esfuerzo de un hombre podía conseguir lo que no lograban ejércitos, y un espía podía decidir el destino de miles de personas”.
Mucho del trabajo de espionaje que tenía que hacer en Dresde no era particularmente excitante, pero al menos él y su joven familia podían disfrutar de la buena vida de Alemania Oriental, muy diferente a la de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
“Las calles estaban limpias. Las ventanas se lavaban una vez a la semana”, recuerda su esposa de entonces, Ludmila, en una entrevista publicada en el año 2000 como parte del libro “Primera Persona”, una compilación de entrevistas con el entonces poco conocido mandatario ruso.
Los Putin vivían en un edificio de apartamentos especial, en el que tenían por vecinos a otros agentes de la KGB o de la Stasi.
“Pero a juzgar por cómo vivían, los agentes de la RDA tenían salarios más altos que nuestros muchachos. Nosotros tratábamos de ahorrar, para poder comprar un auto”, recuerda Ludmila.
Y no sólo los estándares más altos de vida diferenciaban a Alemania del Este de la URSS: la RDA también permitía la existencia de varios partidos políticos, a pesar de que funcionaba como un régimen comunista.
“Para Putin era como un pequeño paraíso y lo disfrutaba mucho”, dice Boris Reitschuster. “Reconstruyó una especie de RDA en la Rusia de hoy”.
Momento de cambio
En el otoño de 1989, sin embargo, el paraíso empezó a convertirse en una especie de infierno para la KGB.
Y en las calles de Dresden Putin empezó a ver a la gente comportarse de formas incomprensibles e inaceptables para él.
A inicios de Octubre, por ejemplo, a cientos de ciudadanos alemanes orientales que habían solicitado asilo político en la embajada de la República Federal de Alemania en Praga se les permitió viajar a la RFA por tren.
Los trenes estaban sellados, pero al pasar por Dresde una muchedumbre trató de romper los cordones de seguridad para abordarlos y poder escapar.
Según el alcalde comunista de la época, Wolfgang Berghofer, en la ciudad reinaba el caos y muchos asumieron que la violencia era inevitable.
“Había un batallón de tanques soviéticos estacionado en la ciudad”, recuerda. “Y sus generales me habían dicho claramente: ‘Si Moscú da la orden, los tanques saldrán’”.
Y Vladimir Putin seguramente estaba convencido de que los oficiales soviéticos –a los que conocía y había tratado– no iban a dudar en entrar en acción.
Pero no: Moscú, bajo Mijaíl Gorbachov, “estaba callado”. Los tanques del Ejército Rojo nunca salieron a la calle. Nadie protegió a los agentes de la KGB.
Putin y sus colegas trabajaron frenéticamente para quemar cualquier evidencia de su trabajo de inteligencia.
“Yo personalmente quemé muchísimo material”, recordaría luego Putin en “Primera Persona”. “Quemamos tantas cosas que el horno explotó”, cuenta.
Una nueva vida
La implosión de Alemania Oriental en los siguientes meses tuvo un enorme impacto sobre él y sobre su familia.
“Teníamos la horrible sensación de que el país que casi se había vuelto nuestra casa estaba dejando de existir”, recuerda su esposa, Ludmila.
“Mi vecino, que era también mi amigo, lloró por una semana. Estaba colapsando todo lo que tenían: sus carreras, sus vidas”, cuenta.
Y uno de los contactos claves de Putin en la Stasi, el Mayor General Horst Boehm, fue humillado por los manifestantes y terminó suicidándose poco después.
Putin pudo reflexionar sobre lo que puede ocurrir cuando el poder popular se vuelve dominante durante su largo regreso a casa.
“Sus amigos alemanes le regalaron una lavadora vieja y con ella condujeron de regreso a Leningrado”, cuenta la biógrafa y crítica de Putin Masha Gessen.
“Se fue sintiendo que había estado sirviendo a su país y no tenía nada para mostrar”, agrega.
Y también regresó a un país que también estaba al borde del colapso y había cambiado radicalmente bajo Mijaíl Gorbachov.
En palabras de Gessen: “Se encontró con un país que había cambiado en formas que no comprendía y que no quería aceptar”.
Contactos y miedos
¿Qué podía hacer Putin en su vieja ciudad, ahora rebautizada como San Petersburgo?
Manejar un taxi fue una posibilidad que se consideró fugazmente. Pero pronto Putin se dio cuenta que de Alemania se había traído algo más que una lavadora vieja.
En Dresde había sido parte de una red de individuos que ahora estaban muy bien ubicados para prosperar política y económicamente en la nueva Rusia.
Y según la profesora de la Universidad de Miami, Karen Dawisha, autora del libro “La cleptocracia de Putin: ¿Quiénes son los dueños de Rusia?”, mucha de la gente que conoció en Dresde ahora son parte de su círculo íntimo.
La lista incluye a Sergei Chemezov, quien por años manejó la agencia de exportación de armas de Rusia, y Nikolai Tokarev, quien encabeza la compañía estatal Transneft.
Y la lista no solo incluye rusos: Matthias Warnig – un antiguo oficial de la Stasi, que se cree estuvo en Dresde en la misma época que Putin – es actualmente el gerente general de Nordstream, el gasoducto que lleva gas ruso a Alemania a través del mar Báltico.
Por lo demás, muchos analistas creen que eventos como el levantamiento popular de la plaza Maidan en Ucrania han revivido los malos recuerdos de Putin y especialmente los de aquella noche de diciembre de 1989 en Dresde.
“Yo creo que cuando ve a las muchedumbres en Kiev en 2014, en Moscú en 2011 o en Kiev en 2013, se acuerda de su tiempo en Dresde. Y todos sus viejos miedos resucitan”, dice Reitschuster.
Y dentro suyo tal vez también está el recuerdo de como el cambio puede ser moldeado no solo por la fuerza o la debilidad, sino también por la emoción.
En 1989 Vladimir Putin fue testigo de cómo el sentimiento patriótico, combinado con los anhelos de democracia, resultaron mucho más poderosos que la ideología comunista.
Y por eso al preguntarse qué es lo que Putin podría hacer después bien vale la pena recordar lo que ya ha vivido.
Y una cosa es segura: mientras Vladimir Putin tenga las llaves del Kremlin, es poco probable que Moscú vuelva a quedarse callado.